El convoy entró en
Damasco, donde su gobernante, Issa al-Nasser, dijo al tratante de esclavos al
ver a los circasianos:
—Esos chicos tienen
más aspecto de mujeres que de hombres —y cuando vio a los otros, añadió—: Estos
están un poco mejor —y cuando vio a Mahmoud—: Este está demasiado enfermo. ¿Por
qué no le abandonas por el camino y te ahorras un peso?
Por la mañana, cuando
salían de Damasco, uno de los deudores del tratante le detuvo.
—Me debes cien
dinares —dijo el hombre—, y no permitiré que te marches sin satisfacer la
deuda.
El hombre le dijo:
—Hermano, déjame
pasar sólo por esta vez. Me hallo cumpliendo una misión urgente para el rey.
Poseo un decreto real. Cobrarás tu dinero, pero aprende a esperar.
—Entonces me quedaré
con este chico hasta que reciba lo que se me debe.
El nuevo propietario
de Mahmoud lo llevó con su esposa, llamada Wasila, que era la mujer más malvada
del mundo, tan malvada como siete avisperos de abejas africanas. Ésta observó
al chico enfermizo.
—No parece muy
fuerte, pero servirá. —Y empezó a asignarle las tareas más difíciles: llevar el
mortero de una habitación a otra, limpiar el exterior de la casa, curarle los
callos y juanetes de los pies. El estado de salud de Mahmoud empeoró, pero
Wasila no cedía—. Morirá pronto de todos modos —se le oía decir—, así que ¿por
qué no aprovecharme un poco de su breve paso por el mundo?
Y el muchacho escapó.
Huyó al desierto. Aquella noche, la vigésimo séptima del Ramadán, el mes
sagrado, Mahmoud se tendió sobre la arena listo para morir. Llevaba mucho
tiempo enfermo. Estaba hambriento, sediento y solo. Pero pasaban las horas y ni
se dormía ni moría. Cuando habían transcurrido dos tercios de la noche, el
cielo abrió sus puertas por deseo de Dios y ante los ojos de Mahmoud apareció
una bóveda de luz purísima. La luz alumbró la tierra desde los cielos. Pudo ver
todo lo que lo rodeaba a leguas de distancia. No oyó sonido alguno: ni el canto
de un gallo, ni el ladrido de un perro, ni el crujido de un árbol. Era la
auténtica Noche del Destino. El chico se puso en pie con dificultad y proclamó
hacia el cielo:
—Escuchadme, oh
Señor. Ruego Vuestro perdón y suplico Vuestra compasión. Os suplico, a Vos,
Todopoderoso, en honor de esta noche sagrada y propicia, que me concedáis este
deseo. Hacedme rey. Dejad que gobierne Egipto y las tierras de Levante, y el
resto de territorios del Islam. Bendecidme con victorias sobre Vuestros
enemigos y los míos. Plantad entre mis hombros la resolución de cuarenta
hombres y yo sembraré Vuestra voluntad en esta tierra. Nombradme Vuestro rey.
Nombradme Vuestro servidor. Vos sois el cedente. Vos sois el poderoso. Vos sois
el compasivo. No hay otro Dios aparte de Vos.
Y el chico se curó.
A la mañana siguiente
Mahmoud regresó con su ama, Wasila, y le pidió perdón por haber huido.
—El perdón no habita
en mí —dijo Wasila—, ni tampoco compasión, así que no me la pidas.
Agarró al muchacho de
una oreja, lo arrastró hasta el patio y le ató a una estaca. Primero le
abofeteó en la cara, luego le pegó. Pero decidió que no era castigo suficiente.
Encendió una hoguera y de ella sacó un palo en llamas para azotarlo con él.
Pero Dios envió a su cuñada, Latifah, a su puerta. Cuando entró Latifah,
Mahmoud gritó:
—Estoy a vuestra
merced, señora, porque soy vuestro vecino.
Latifah vio al chico
y suplicó a Wasila:
—Perdona a este
chico. Hazlo por mí.
—Ni le perdono ni
deseo hacerlo —repuso Wasila—. ¿Quién eres tú para interferir en mis asuntos?
Sitt Latifah se
enfadó. Desató al muchacho y le llevó a su casa. Y convocó a un notario y a dos
jueces.
Cuando su hermano se
presentó a reclamar al chico, Sitt Latifah le preguntó delante de testigos:
—¿Has comprado a este
chico?
Y él respondió:
—No. Lo tengo como
garantía. Su dueño me debe cien dinares y no le soltaré hasta que reciba lo que
es mío.
Sitt Latifah pagó a
su hermano los cien dinares.
—Ahora el chico me
pertenece. —Se volvió al juez y a los notarios—. Preguntad a este hombre, que
es mi hermano, si poseo algo suyo que hubiera pertenecido a nuestra madre o a
nuestro padre.
Así lo hicieron, y el
hermano repuso que nada de ella le pertenecía a él.
—Tomen nota de esto
—dijo Sitt Latifah—, ya que no deseo que él o su mujer vengan a reclamarme nada
en el futuro. Tomen nota de esto, y denle el carácter de vinculante. Todo mi
dinero, todo lo que es mío, todo lo que poseo y lo que alcanza mi mano,
pertenecerá a este chico cuando yo abandone este mundo. Si Dios me reclama, partiré
con sólo una prenda de ropa, y el resto permanecerá en manos de este muchacho
al que desde ahora acepto como hijo. Lo llamaré Baybars, el nombre de mi
difunto hijo, porque se le parece. De todo lo que he dicho, ustedes son
testigos.
Baybars se convirtió
en el bienaventurado hijo de Sitt Latifah y ella lo idolatraba. Un día,
mientras madre e hijo paseaban por el zoco, Baybars se quedó prendado de un
arco. El mercader le preguntó si le gustaba, a lo que el chico respondió que
era magnífico. El mercader dijo que el artesano que hizo ese arco había sido un
héroe famoso doscientos años antes; que el arco había pasado por las manos del
gran Saladino, nada menos; y que ahora dicha obra maestra estaba a disposición
de Baybars a cambio de la insignificante suma de dos dinares.
—Apreciado señor
—dijo Baybars—, esto es una ganga. Es el instrumento más bello que he visto en
mi vida.
Sitt Latifah se rio.
—¿Se ríe de mí,
querida señora? —dijo Baybars, sonrojándose.
Y Sitt Latifah
contestó:
—No, hijo mío, me río
del destino.
Ella se retiró el
velo y el mercader agachó la cabeza al verle el rostro.
—Mi señora —dijo
éste—. Aceptad mis disculpas, por favor. No lo sabía.
Latifah hizo caso
omiso al vendedor y habló a su hijo:
—Este arco no es
digno de ti. Es barato, sus acabados son pésimos, y es difícil de dominar.
Ningún guerrero lo ha tocado ni lo tocará nunca. Ven, permíteme que te muestre
tu destino.
Cuando llegaron a
casa, Sitt Latifah guio a Baybars a través del patio. Se detuvo frente a una
puerta y la abrió con una llave que sacó del escote. Baybars vio una sala con
cientos de arcos y miles de flechas, suficientes para armar a todo un ejército.
Cogió el primer arco que vio y se percató de que había sido un ingenuo. El
mercader había mentido. Y su madre dijo:
—Me llaman Latifah la
arquera, porque mi padre fue arquero y antes lo fueron mi abuelo y el padre de
éste. Todos los héroes de nuestro mundo venían a Damasco a comprar arcos
fabricados en nuestro taller. Y tú, glorioso Baybars, te hallas ahora en su
hogar. —Sitt Latifah abrió los brazos dándole la bienvenida a la sala—. Esto es
tuyo ahora. Todo te pertenece, pero creo que deberías escoger un arma en
concreto y hacerla tuya.
Al principio Baybars
se fijó en los arcos, pero tras mirar a su alrededor vio dagas, lanzas y
espadas que relucían con brillo y belleza celestiales. Había una espada
damasquina de aspecto común, que no llamaba la atención. Al cogerla, él reparó
en su exquisito acabado. Cuando se la prendió al cinturón, la espada irradió
calor en su vientre.
Una mañana Baybars
vio a otro chico que subía un cubo por una escalera que estaba apoyada contra
el establo. El chico entró por una portezuela alta y Baybars le siguió. Vio
cómo el chico ataba una cuerda al mango del cubo y le preguntó qué estaba haciendo.
—Tengo que dar de
comer a al-Awwar —contestó el chico—. No permite que
nadie entre en el establo, así que la única forma de alimentarlo es bajarle la
comida desde aquí.
Baybars se asomó y
vio un imponente caballo negro azulado que resoplaba y relinchaba mientras
piafaba mirando el suelo.
—¿De verdad tiene un
solo ojo? —preguntó Baybars.
—No —respondió el
chico—. Su vista es tan aguda como la de un halcón. Se llama al-Awwar porque tiene una marca blanca sobre un
solo ojo. ¿La ves?
—Sí, y el bigote también
es blanco.
—Cierto —dijo el
chico—, pero no te rías de él o se enfadará mucho. Está muy orgulloso de su
bigote. ¿Ves esas curvadas líneas blancas que le surcan el lomo? La señora dice
que el trazado de esas líneas refleja exactamente el curso de los ríos Eufrates
y Nilo.
—Entonces éste es mi
caballo —dijo Baybars—. Yo lo montaré.
El chico informó a
Baybars de que nadie podía montarlo, pero Baybars desató la cuerda del cubo y
se la anudó alrededor de la cintura.
—Deja que baje y ya
verás.
El chico sujetaba la
cuerda mientras Baybars descendía despacio ante la atenta mirada de al-Awwar.
El caballo emitió un gruñido ronco, retrocedió y luego atacó. Baybars se
apresuró a encaramarse por la cuerda al verse en peligro. La cabeza de al-Awwar golpeó las nalgas de Baybars, que
empezó a oscilar como el badajo de una campana. Pidió ayuda. Al-Awwar le contemplaba con cara de estar
divirtiéndose. Cuando Baybars estuvo a salvo en lo alto del establo, asomó la
cabeza y dijo estas palabras:
—Volveré.
Aquella misma tarde
llegó a la casa un sargento del ejército que respondía al nombre de Louai, y
que pedía hablar con Baybars.
—Mi señor —dijo el
sargento—, tengo entendido que deseáis montar un gran caballo, y tengo uno que
está en venta. Permitidme que os lo muestre, por favor. —Y allí, en la calle,
había magnífico semental ruano—. Puede ser suyo sólo por cuarenta dinares. Está
valorado en mucho más, pero no puedo mantenerlo. Aunque ha sido un fiel
compañero, hace meses que no cobro. Si no puedo dar de comer a mis hijos, menos
puedo alimentarlo a él. Merece un buen dueño.
Baybars advirtió que
los ojos del caballo seguían todos los movimientos del sargento Louai.
—Este es tu caballo
—dijo Baybars—. No deberíais separaros, ya que os habéis sido leales el uno al
otro. —Pidió al sargento que le esperara. Entró en casa y volvió a salir con
cincuenta dinares—. Te ofrezco este dinero por darme una lección de lealtad.
Que tu caballo siga siendo tu fiel compañero durante muchos años.
—Vuestra generosidad
no tiene límites —dijo el sargento—. Las puertas del paraíso estarán abiertas
para vos.
El segundo día, de
nuevo en el establo, el chico ayudó a descender a Baybars, que esta vez llevaba
una manzana en la mano.Al-Awwar se
acercó y olisqueó la manzana. Gruñó, retrocedió y atacó. Dio a Baybars justo en
el mismo sitio que el día anterior, y Baybars volvió a oscilar. Pero esta vez
no pidió ayuda. El tercer día Baybars bajó provisto de dos peras. Al-Awwar se acercó, olió las peras y se las
comió. Baybars estaba satisfecho. Cuando el caballo terminó de comer, gruñó,
retrocedió y atacó. Baybars osciló sonriente. El cuarto día Baybars se dejó
caer con un racimo de uvas. Al-Awwar volvió a atacarlo después de comerse
la fruta. El quinto día Baybars tenía cinco higos, y al-Awwar comió hasta saciarse y permitió al
intruso que se quedara. Pero el caballo no dejó que Baybars se acercara a él.
Cada vez que éste se movía, el caballo retrocedía de lado.
—Deja que te vea el
lomo —suplicó Baybars—. Déjame ver los ríos y la tierra que lo surcan, porque
algún día gobernaré estas tierras. Sé mi caballo, sé mi amigo.
El sexto día Baybars
descendió con tres láminas de amaredina, la pasta de albaricoque seco. Y esta
vez el caballo se quedó tan satisfecho con el festín que lamió hasta la cara de
Baybars, pero en cuanto éste fue a ensillarlo, al-Awwar atacó de nuevo.
Aquella noche Baybars
se lamentó ante Sitt Latifah, y ella le dijo:
—Nadie ha podido
montar a al-Awwar, porque es un semental de guerra. Sólo un gran guerrero podrá
montarlo.
—Pero yo seré un gran
guerrero.
—Eso es lo que dicen
todos los chicos —dijo Latifah—. No puedo ayudarte. Sí puedo, sin embargo,
contarte una historia sobre nuestros grandes sementales. Escucha, préstame
atención. Una vez, hace mucho tiempo, en una era pasada, en una época de héroes
y guerras, había tres sementales. Los habían montado héroes en numerosas
batallas, una guerra tras otra. Los tres caballos acabaron siendo animales
viejos y fatigados. Los héroes que los habían heredado decidieron dejarlos
libres como recompensa a sus años de leal servicio. Los caballos fueron
desembridados y desensillados, y liberados en los campos. Los animales
corrieron con los vientos de arena. Eran libres por fin. Los héroes los vieron
galopar con un desenfreno que parecía pertenecer al pasado. Los caballos
corrieron hacia un río para beber y lavarse. De repente se oyó el sonido de una
corneta y los caballos se quedaron helados. El río fluía ante ellos, la corneta
sonaba a sus espaldas, y los grandes corceles estaban perplejos. Los héroes
contemplaron asombrados cómo sus sementales volvían a ellos a trote lento.
Aquellos caballos eran los ancestros de todos los grandes corceles árabes, y
por eso todos los guerreros, desde los de las lejanas islas de Europa a los de
las grandes montañas chinas, poseen como monturas a descendientes de esos tres
sementales.
Baybars besó a
Latifah en la frente y le dio las gracias por su historia. Y el séptimo día
Baybars descendió provisto de tres hojas de amaredina y una corneta. Cuando al-Awwar hubo terminado de comer, Baybars tocó
el «al-Jayal»: «Yo soy el jinete, cabalguemos».
Y Baybars montó a al-Awwar hasta llegar al desierto. Cabalgó
lejos de Damasco, cabalgó hasta que llegó a las montañas que se alzaban al
oeste de la ciudad, hasta que tanto él como su montura quedaron envueltos por
una capa de sudor. A su regreso, cuando se acercaban a la ciudad, la espada
tembló. Baybars apoyó la mano en ella y notó cómo volvía a agitarse. Al-Awwar se detuvo. Cuatro hombres aguardaban a
que Baybars se acercara. Éste encaminó a su caballo hacia ellos, y ambos
avanzaron con paso lento y cauto.
—Saludos, viajero
—dijo el cabecilla.
Era damasquino, pero
sus tres esclavos tenían la piel tan oscura como la madera de roble. Eran
enormes y musculosos; los caballos que montaban parecían ponis bajo su peso.
Eran poderosos guerreros de la tierra de los ríos, situada en la costa más
lejana del enigmático continente.
—Saludos, pero no soy
ningún viajero —dijo Baybars—. Voy camino de mi casa.
—No importa —le
interrumpió el hombre—. Para seguir por este sendero debéis pagar un peaje.
—Es una vía pública
hacia Damasco. ¿Acaso el gobernante de la ciudad está al tanto de esto?
—El comandante Issa
es primo mío. Me urgió a ganarme la vida, y he seguido su consejo. Considera
que el pago es un impuesto de amabilidad. Gracias a mi generosidad te permito
respirar. Paga tributo a mi benevolencia o mis esclavos africanos te cortarán
en dos y liberarán tu alma cautiva.
Baybars inclinó la
cabeza.
—Entonces me temo que
debo recompensaros por vuestra consideración —dijo.
Cuando Baybars subió
la cabeza, al-Awwar embistió a los hombres. La espada se
desenvainó sola, y actuó con más celeridad de lo que pretendía su dueño. El
cabecilla se apresuró a ocultarse detrás de sus esclavos, poniéndose a
cubierto. Al-Awwarcomprendió
cuál de aquellos hombres era el objetivo. El semental se abrió paso entre los
caballos de los esclavos y atacó al corcel del cabecilla, provocando que su
dueño cayera al suelo. Al-Awwar lo aplastó hasta matarlo.
Y entonces la espada
de Baybars tuvo que parar los ataques de los tres poderosos guerreros. Baybars
sentía que los huesos le crujían con cada golpe, pero el arma no cedía ni se
partía. Un guerrero le atacó por la derecha, otro por la izquierda, y el
tercero intentó derribarlo por el frente. Al-Awwar esquivó al primer caballo y tiró al
segundo al suelo. Asustó al tercero hasta tal punto que éste se encabritó; la
espada de Baybars salió disparada hacia delante, eludió la armadura del
guerrero y se detuvo justo frente a su corazón. Una gota de sangre tiñó la
espada, pero ésta no insistió en la herida. El guerrero contempló la espada y
vio que estaba condenado.
—Sólo un gato sin
honor juega con su presa antes de matarla. Termina con esto.
—Prefiero no hacerlo
—dijo Baybars—, ya que no tengo nada contra ti ni contra tus amigos. Deseo
volver a casa. Dejadme en paz y quedaréis libres para hacer lo que deseéis.
—Si la situación
fuera a la inversa, tú no estarías vivo.
—Entonces me alegro
de que no sea así —replicó Baybars—. Si quieres morir, que así sea. Te
proporciono una alternativa.
El guerrero hinchó el
pecho; la espada de Baybars se apartó un poco pero siguió en guardia.
—Si no nos matas
—dijo el africano—, nos convertiremos en tus esclavos.
Baybars devolvió la
espada a su funda.
—No puedo poseeros, ya
que alguien me posee a mí. Marchaos —dijo el futuro rey esclavo—. Que Dios guíe
vuestros pasos.
—Ya lo ha hecho —dijo
el poderoso guerrero—. Escogemos servirte hasta la muerte.
El gobernador de
Damasco, Issa al-Nasser, convocó a Baybars y le pidió información sobre su
primo.
—Anoche no regresó a
casa —dijo el comandante—, y ayer tú entraste en la ciudad con sus esclavos.
—Ese hombre intentó
robarme —contestó Baybars.
El comandante quedó
horrorizado al oír la noticia. Llamó a su visir para que encarcelara a Baybars,
acusado de asesinato. El visir le explicó que no se había cometido delito
alguno: Baybars había actuado en defensa propia, y delante de testigos. No
podían arrestar a Baybars en pleno día. La justicia siria tendría que moverse
de forma subrepticia.
Aquella tarde,
mientras Baybars paseaba por el patio en dirección a la caseta, seis soldados
saltaron el muro y lo atacaron a traición. Le cubrieron con un gran saco de
arpillera empapado en una poción anestésica. Lo sacaron por encima del muro y
lo llevaron al otro lado de las puertas de la ciudad. Los soldados cabalgaron
por el desierto hasta llegar a un campamento de beduinos. Uno de ellos dijo al
jefe de la tribu:
—Aquí está el chico,
y aquí tenéis la bolsa de oro prometida. El comandante no desea volver a ver la
fea cara de este joven. Llevadlo con vosotros al desierto sagrado y vendedlo a
un amo desalmado. O matadlo. Al comandante le da igual, siempre que se vea
libre de este liante. El chico es listo. No dejéis que se os escape.
—¿Escapar? —preguntó
el jefe—. Hemos matado a hombres por insultos menores. Llevamos generaciones
transportando a chicos por el desierto. Marchaos. Volved a vuestra corrupta
ciudad y decid a vuestro señor que el chico se ha desvanecido para toda la
eternidad.
Los beduinos no
comprendían del todo el concepto de tiempo. La eternidad no llegó a durar una
noche. Cuando Baybars no apareció para cenar, Sitt Latifah llamó a sus criados
y les preguntó si le habían visto. Nadie conocía el paradero de su señor. Los
tres guerreros africanos anunciaron que irían a buscarlo.
Baybars se despertó
al notar que una mano le tapaba la boca. No podía mover los brazos, atados con
cuerdas. La cara de un hombre surgió ante él, y su boca dijo:
—Silencio. —El hombre
desató a Baybars—. Ven conmigo —le dijo—. Sin hacer ruido.
Baybars siguió al
hombre al exterior de la tienda. En la entrada, un beduino yacía en el suelo.
Un corte de oreja a oreja explicaba la inmovilidad del beduino. Su rescatador
lo sacó de allí. Poco después Baybars oyó los relinchos de al-Awwar y sintió que su corazón se llenaba de
gozo. Los guerreros africanos sostenían las riendas del semental de Baybars.
—Creo que nunca
debisteis separaros de esto —le dijo un guerrero, al tiempo que le tendía su
espada.
Baybars le dio las
gracias y montó sobre al-Awwar.
El salvador de
Baybars se subió a su silla.
—Diría que no me
habéis reconocido.
—Tal vez no lo haya
hecho al principio —dijo Baybars—, pero incluso con tan poca luz, nadie podría
confundir la belleza de tu glorioso ruano. Te doy las gracias, sargento.
—La gratitud es mía
—dijo el sargento Louai—. Cuando vuestros guerreros preguntaron por vos, me
sentí agradecido de que se me deparara la ocasión de serviros. Encontraros
nunca fue un problema. Lo único que tuve que hacer fue preguntar a vuestro
caballo.
Baybars propuso
regresar a la ciudad, pero el sargento y los guerreros se opusieron.
—Estos beduinos son
ahora vuestros enemigos mortales —dijo un guerrero—. No descansarán hasta que
hayan vengado el deshonor que supone vuestra huida. No se deben dejar enemigos
atrás. Son sólo treinta hombres.
—Pero no podemos
matarlos mientras duermen —dijo Baybars—. ¿Tenemos que esperar hasta que se
haga de día?
—No —dijo otro
guerrero. Golpeó una piedra y encendió una tea. Luego disparó una flecha
ardiente hacia el cielo nocturno. El guerrero exhaló un feroz grito de guerra—.
Despertad, cobardes —gritó—. Levantaos, demonios, y plantadle cara a la muerte.
Baybars guio a los
guerreros en la batalla. En cuanto su espada mató a su primera víctima, y la
primera gota de sangre enemiga manchó su túnica, nuestro héroe suprimió al niño
que había en él. Los guerreros masacraron a los beduinos.
A su llegada a la
ciudad, Baybars repartió el botín de la contienda entre los cinco, pero entregó
la bolsa de oro al sargento.
—¿Podrías informar al
gobernador de Damasco de que creo que ha perdido esto?
En El Cairo, Baybars y su séquito
fueron acogidos amablemente por su tía.
—Eres el hijo de mi
hermana —le dijo ésta—. Eres tan querido para mí como para ella. Este es ahora
tu hogar.
Dispuso que su
equipaje fuera trasladado a los aposentos privados. Le presentó a su marido,
Nayem, uno de los visires del rey. Aquella noche sirvió un magnífico banquete.
—Háblame de mi
hermana —dijo—. Me encantaría oír sus historias.
Y Baybars le contó
que Sitt Latifah le había salvado la vida y le había adoptado, que le había
enseñado a tirar con arco. La cara de su tía brillaba de afecto.
Tomado de: el contador de historias de Rabi Allamedine